Hugo Rivas es un artista con mucho por dentro; alguien con miles de preguntas respecto al mundo y sus procesos que, más allá de las respuestas, disfruta infinitamente las vistas del camino para llegar a ellas. Desde joven, formó su carrera entre premios y menciones en distintos concursos de pintura y dibujo, hasta graduarse como licenciado en Artes plásticas en la Universidad de El Salvador. Su trayectoria pudiera decirse que es la de un creador nutrido en la academia, en cuyas piezas resuenan referencias de grandes maestros de la Historia del arte, y particularmente salvadoreños, como es el caso de José Mejía Vídes (1903-1993).
Como artista, Rivas es alguien inquieto. Difícil de atrapar en un único estilo, en una tensión constante entre el rigor pictórico y la experimentación técnica. A diferencia de otros creadores, que tienden a acomodarse en una poética reconocible, hace avanzar su obra en un juego de incógnitas y certezas. Gracias a esto, su evolución resulta inevitable y constante.
Pero a pesar de esto, no se podría decir que su trabajo avanza de forma dispersa, ya que dos miradas fundamentales conectan su trayectoria en perfecto equilibrio. Una que observa al mundo más allá de sus ojos, que lo vuelve una caricatura de sí mismo, que indaga en las historias de su país, en sus miedos, sus pasiones. Y otra que mira hacia el interior, al silencio constante que todos llevamos dentro, repleta de interrogantes que hacen eco en las cavernas de la consciencia. Desde estos dos enfoques esenciales, es posible descifrar gran parte de su obra, zigzagueante entre la introspección sublime y la caracterización grotesca de la sociedad que lo rodea.
Hugo Rivas es un artista con mucho por dentro. Su obra es amplia, como una noche en oscuridad total, pero compleja como un cielo repleto de estrellas. Luego de meses de conocerlo, de hablar con él una semana tras otra, más que a un pintor, siento que escucho a una persona con una curiosidad genuina; alguien con miles de preguntas respecto al mundo y sus procesos que, más allá de las respuestas, disfruta infinitamente las vistas del camino para llegar a ellas. Desde joven, formó su carrera entre premios y menciones en distintos concursos de pintura y dibujo, hasta graduarse como licenciado en Artes plásticas en la Universidad de El Salvador. Su trayectoria pudiera decirse que es la de un creador nutrido en la academia, en cuyas piezas resuenan referencias de grandes maestros de la Historia del arte, y particularmente salvadoreños, como es el caso de José Mejía Vídes (1903-1993). Ya lo dijo Borges en El aprendizaje del escritor (1971): “para romper las reglas, uno debe conocer las reglas antes”. Como artista, Rivas es alguien inquieto. Difícil de atrapar en un único estilo, en una tensión constante entre el rigor pictórico y la experimentación técnica. A diferencia de otros creadores, que tienden a acomodarse en una poética reconocible, hace avanzar su obra en un juego de incógnitas y certezas.
Gracias a esto, su evolución resulta inevitable y constante. A un espectador ajeno, por ejemplo, pudiera serle difícil asociar la sátira política de una muestra como Íntimo (Museo MARTE, 2019), repleta de referencias a la historia y el imaginario popular de El Salvador; con acuarelas como La canción del fauno, con un tono mucho más onírico, o caricaturas en lienzo como es el caso de La lección de anatomía (ambas de 2022). Pensar que todas estas piezas son caminos que Rivas ha transitado de forma paralela, resulta inconcebible. Pero a pesar de esto, no se podría decir que su trabajo avanza de forma dispersa, ya que dos miradas fundamentales conectan su trayectoria en perfecto equilibrio. Una que observa al mundo más allá de sus ojos, que lo vuelve una caricatura de sí mismo, que indaga en las historias de su país, en sus miedos, sus pasiones. Y otra que mira hacia el interior, al silencio constante que todos llevamos dentro, repleta de interrogantes que hacen eco en las cavernas de la consciencia. Desde estos dos enfoques esenciales, es posible descifrar gran parte de su obra, zigzagueante entre la introspección sublime y la caracterización grotesca de la sociedad que lo rodea.
Hugo Rivas pudo haber sido únicamente un pintor, solo eso; un artista como muchos, ensimismado en sus representaciones, anclado en el privilegio de crear. Pero la peculiaridad de la sociedad salvadoreña, sus familiaridades alrededor del trauma y la violencia, cambiaron la relación de este creador con su obra. Alteraron su percepción de los circuitos tradicionales de las artes visuales, de las dinámicas entre artista y espectador.
En sus propias palabras, “el contacto con una realidad compleja me hizo pensar que muchas veces el artista asume un rol demasiado cómodo al hablar en su obra sobre una realidad que le es muy ajena”. Asumo que ,en su cabeza, todo debe haber comenzado con inquietudes que, poco a poco, fueron brotando en sus concepciones alrededor del arte. Como si descubriera una estrella moribunda dentro de su propia obra, que pronto explotaría en un cúmulo de preguntas fundamentales, imposibles de ignorar. Resulta que, de acuerdo con el poeta cubano Virgilio Piñera, “el arte es el primero entre los grandes y nobles mitos del hombre” (El país del arte, 1943). Pero, ¿por qué lo creamos? ¿Para qué sirve? ¿Cuál es el sentido de todos estos miles de años intentando contar historias con pigmentos sobre rocas y lienzos? Eventualmente, buscando encontrar respuestas a estas y muchas otras preguntas, en 2021 cursó un Postgrado en Arteterapia y Proyectos de Arte Comunitario en Metàfora, el Centro de Estudios de Arteterapia de Barcelona. Y luego, en 2023, un Máster en Arteterapia Relacional y Psicodinámica, en el mismo centro. Estos estudios le facilitaron herramientas y lecturas para procesar de forma mucho más consciente su entorno sociopolítico. Para entender la profundidad con que sus imágenes, además de ser producto de una secuencia de decisiones estéticas y formales, provenían de una reflexión sobre cómo se siente vivir, disfrutar, padecer, cambiar, renunciar, renovarse, ser otro. Pero, ¿en qué consiste exactamente el arteterapia? ¿Cuál es su función y sus límites? Como especialidad, surgió a mediados del siglo XX, inspirado en las conexiones entre los procesos creativos de las artes visuales y el psicoanálisis, sobre todo a partir de las teorías de Sigmund Freud, Carl Jung y Winnicott. Una de las pioneras de esta disciplina fue Margaret Naumburg, que desde la década de 1940, en Nueva York, divulgaba el uso del arte en los tratamientos psicoterapéuticos como una forma de “discurso simbólico” o metalenguaje del inconsciente.
La disciplina se fundamenta en el uso del proceso creativo como una vía para la expresión emocional y la sanación psicológica ya que, a través del arte, las personas pueden explorar y manifestar pensamientos y sentimientos que resultan difíciles de verbalizar, centrando su atención en el proceso de creación más que en el producto final. También se apoya en hallazgos de la neurociencia, que indican que el arte estimula áreas del cerebro vinculadas con el bienestar emocional y la plasticidad cerebral. Esto hace que sea ideal tanto para entornos individuales como grupales, el desarrollo personal, la autoexploración y la conexión entre cuerpo y mente.
En este aprendizaje, Rivas corrobora una de sus teorías: “la obra no es sólo una expresión, sino un suceso creativo que mueve raíces dentro de lo más profundo del alma”. Es un proceso intelectual, pero también físico. Es un disfrute mecánico del movimiento de las manos sobre la superficie del lienzo; y también la satisfacción visual, ante la sorpresa de una combinación inesperada de colores. Puede ser terapia, no solo para quienes la disfrutan como espectadores, sino para sí mismo, para el creador.
Esto también le ha permitido, como artista, familiarizarse con la satisfacción por entender no sólo sus circunstancias, sino el poder de sanación que, como creador, tiene sobre ellas. Ha llegado a comentar que: “en nuestro contexto latinoamericano, de condiciones económicas y de seguridad muy desfavorables, el arte puede ser muy poderoso. Como un espacio de libertades para decir y reflexionar, para verse a uno mismo o en comunidad”.
Esta relación simbiótica que ha creado, este compromiso entre el artista y su entorno, es un camino sin retorno, del que ya no le es posible regresar. Un vínculo que nace como peso inevitable sobre sus hombros, imposible de ignorar y únicamente equiparable al deleite sin límites, causado por saber cuál es su lugar preciso en el mundo, cuál es su aporte.
En este cruce de caminos entre el destino, el cuerpo y la mente, nace el nuevo proyecto personal de Hugo Rivas: Soma. En el ámbito de la psicología y la filosofía, “soma” se utiliza para referirse al cuerpo humano en su totalidad, en contraste con la psique o la mente. De esta acepción se deriva somatizar por ejemplo, que no es más que las manifestaciones de problemas psicológicos a través de síntomas físicos. Pero también, en una de las distopías futuristas más relevantes del siglo xx, Brave New World de Aldous Huxley (1932), el soma es una droga utilizada por el Estado para mantener el control social y garantizar la felicidad y estabilidad de la población. Su rol principal es suprimir emociones negativas, ansiedades y cualquier forma de sufrimiento o insatisfacción, por lo que le permite a las personas escapar de la realidad y mantenerse en un estado de complacencia, sin cuestionar el sistema en el que viven. Soma es el cuerpo, pero también es un contexto mal percibido y deforme, es tanto el protagonista como una metáfora de su entorno.
Quizás por ello, la exposición presenta un grupo de personajes flotando a la deriva sobre complacientes capas de acrílico y acuarela. No existe en ellos opción alguna, más allá de la entrega total al volumen del color, a esa alusión absoluta a sus circunstancias, su entorno, su política, o quizás a la percepción que tienen de estas. Pareciera incluso que los títulos de las piezas son meras justificaciones, puntos de referencia para ubicar obras cuyas historias trascienden por mucho la dimensión de la palabra.
La soledad es el primer concepto que me atrapa de estas pinturas. La soledad como proceso que aísla a estos personajes, pero también como un camino hacia el entendimiento del Yo, hacia esa pregunta compleja y profunda dentro de cada uno de nosotros: ¿cuál es nuestro lugar? La respuesta puede ser explosiva, silenciosa o abrumadora. La forma única en que estos personajes lidian con ella, muchas veces con ojos cerrados y brazos abiertos, entre inmersos y entregados a un mar de texturas que hierve en colores, me recuerda un fragmento de la novela El entenado (1983), de Juan José Saer: “En el vaivén de las estaciones, mi cuerpo, densidad sin destino propio y sin memoria, era llevado y traído, en un lugar salvaje, por la estampida lenta de los acontecimientos”.
La aceptación y la entrega también son ideas centrales en estos ensayos. Alrededor de cada figura, los trazos f luyen libres, como ilusiones. Los colores se mezclan y desdibujan sus límites, del mismo modo que el agua refracta la luz que la atraviesa. A mayor profundidad en estas aguas, mayor resulta la deformación de las siluetas, mayor es también su pertenencia a estos entornos oníricos, mayor su entrega a los cantos de sirena. Siento que cada pieza cuenta al mismo tiempo muchas historias: la de los que todo lo tienen, pero aun así sienten que se hunden; la de los que se entregan a la manipulación y la locura con brazos abiertos; y la de los que todo han perdido, y salen inevitablemente a flote. De alguna forma el arte de Rivas los reúne a todos en un único punto de equilibrio, entre preguntas existencialistas y cuestionamientos políticos, en el que resultan exactamente iguales.
En cuanto a los procesos creativos que esconden estas piezas, es posible identificar el gesto de la línea como vehículo del pensamiento del pintor. A diferencia de otros medios más húmedos y dispersos, la inmediatez del acrílico le permite moverse en una suerte de flujo de la consciencia, que resulta mucho más determinante y genuino. Aunque, por otro lado, Soma también incluye versiones pequeñas de estas pinturas. Bocetos hechos en témpera y acuarela, con procedimientos completamente distintos y, sin embargo, resultados similares. En esas ligeras diferencias, que se perfilan entre dos versiones de una misma imagen, se teje un discurso sutil entre ambas, que las conecta y a la vez distancia.
A nivel temático, es posible rastrear estas piezas hasta una serie anterior, titulada Escape (20142016), en la que el tratamiento pictórico buscaba la verosimilitud, y en ocasiones incluso el fotorrealismo. Pero en este caso Rivas ha encontrado una verdad mucho más profunda, en el proceso de crear estas piezas, a la que ni siquiera a la fotografía le está permitido acceder. Para ello, necesita una representación de trazos perfectos, una figura “correcta”, que luego deforma, siguiendo los impulsos trazados por su propia libertad. Como si al transgredir la realidad, en una capa mucho más profunda, hecha de ilusiones y prejuicios, hubiese encontrado la verdad.
Esta cosmovisión postimpresionista se reafirma en la expresividad de los tonos; en la forma en que el color no busca emular la realidad, sino sensaciones y recuerdos. No en vano Rivas reconoce la influencia de Pierre Bonnard (Francia, 1867-1947) en estas obras. La verdad no se encuentra en el suceso, sino en cómo recordamos haberlo vivido, en nuestra experiencia.
Luego, en otro punto de equilibrio sublime, la exposición expande esta búsqueda de la verdad, al desmontar la ilusión de la pintura. En un inusual ejercicio de honestidad, el espectador puede explorar los contornos de algunas de las telas, extendidas para su revisión, al margen de la habitual tensión de la madera. En la irregularidad de estos bordes, en la consecutividad de las capas de acrílico dispuestas a la vista, accedemos a una verdad más allá de la representación. Una verdad oculta en la reacción química de los materiales, en la energía cinética del trazo; en las reglas que nos muestran, a través de los detalles, cómo se ha creado ese mundo.
En su complejidad, Soma transgrede por mucho la bidimensionalidad contemplativa de la pintura, con el site-specific titulado La voz del corazón (2024). La pieza busca recrear, en la Galería 1-2-3, dinámicas propias de los talleres de arteterapia impartidos por Rivas, a partir de activaciones puntuales en el espacio.
Desde la misma inauguración (y durante los días que transcurra la exposición) se crearán condiciones para que todo el que visite la muestra pueda formar parte de ella, la intervenga, deje un fragmento suyo en la sala, a través de objetos y piezas muy simples, creadas por los propios espectadores. Después de todo, según Rivas, “los objetos artísticos son contenedores emocionales con los que nos relacionamos de manera profunda y desconocida”. Así, un dibujo en la pared, una pequeña escultura hecha de forma rudimentaria, o simplemente una frase serán suficientes para convertir a cada espectador en creador; para acercar su experiencia a la de otros sectores sociales, en condiciones desfavorables, con los que el artista trabaja habitualmente en sus talleres. Esto también posibilita reestructurar la forma en que se interactúa habitualmente con el arte, mover el punto de enfoque, del objeto contemplativo individual, a la experiencia creativa comunitaria.
Inevitablemente, la intención coincide con los postulados de la estética relacional , una corriente artística de los años 90 desarrollada por el crítico de arte francés Nicolas Bourriaud, centrada en la interacción humana y las relaciones sociales como parte fundamental del proceso creativo. Este enfoque rompe con la concepción tradicional del arte como un objeto autónomo. Y lo propone en su lugar como un medio para generar experiencias compartidas y diálogos entre los participantes. En lugar de producir obras para ser observadas de manera pasiva, la estética relacional habla de situaciones o contextos que invitan a la participación activa del público. Así, el arte no solo se encuentra en el objeto físico, sino en las relaciones y experiencias que nacen de la interacción entre los individuos. En el ensayo citado anteriormente, Virgilio Piñera también comentó que: “no es el arte quien nos hace artistas sino que somos nosotros quienes ponemos sobre un plano artístico nuestra propia existencia” (El país del arte, 1943). Y de cierta forma Hugo Rivas recorre este camino en Soma, con una obra como La voz del corazón.
Con ella nos invita a cuestionar los límites entre f icción y realidad, entre quiénes somos como individuos y el lugar al que pertenecemos. En otro gran punto de equilibrio, la pieza funde en una las figuras del artista y el espectador. Bajo los postulados del arteterapia, crea un espacio seguro para expresar verdades difíciles, para escapar del peso, para sanar creando. De acuerdo con los preceptos de la estética relacional, recupera discusiones sobre la utilidad del arte, sobre sus valores fundamentales y la forma en que nos modifica a través de experiencias, sobre su capacidad de unirnos.
Soma ha sido creada como una delicada secuencia de puntos en equilibrio. Como una paradoja, que vive entre la experiencia de un artista y un terapeuta, entre pinturas de sujetos lidiando con sus circunstancias político-sociales, y piezas vivas, fragmentadas en la mente y las acciones de sus espectadores. La exposición traza dos trayectorias aparentemente ajenas, pero indiscutiblemente complementarias. Hace un corte transversal en la experiencia del artista y nos lo muestra en sus procesos de trabajo, como una persona conscientemente inmersa en sus circunstancias. Cada obra se deleita con la libertad de los colores, con trazos irreverentes, con entornos casi abstractos; pero también cuestiona los valores esenciales de la creación artística, su funcionalidad, su poder. En el cruce de todos estos caminos, el arte de Rivas se convierte en una vía de sanación y resignificación constante. Tal vez, esa sea la verdadera esencia de la creación: no encontrar respuestas definitivas, sino aprender a vivir entre preguntas.
Por Rigoberto Otaño Milián