En su muestra personal Los hilos del tiempo, Carranza continúa con este viaje, o, mejor dicho, este proceso, esta búsqueda que ha venido desarrollando durante años. Los escenarios de las piezas que ocupan las salas de Galería 1-2-3 dan la sensación de estar en constante movimiento, como si estuvieran vivos. En obras como Calma o Versión de luz, los límites parecen estarse corriendo todo el tiempo, negociando las distancias que ocupan. Existe en ellas una interesante composición, fragmentada en recuadros, que nos hacen imaginar más de un solo escenario, más de una sola posibilidad dentro de la misma obra. Otras piezas como Guía o Luz de luna son mucho más fluidas, con un espacio que se extiende sin límites, ahogando a las pequeñas figuras que lo habitan en una brumosa paz. Inevitablemente nos recuerda lo minúsculo que resulta el ser humano, sus sueños, sus aspiraciones, sus problemas, frente a la infinidad líquida del universo.
El arte es largo, el tiempo es corto.
Charles Baudelaire, Las flores del mal
Cada obra de arte es como la vida. No nace a partir de una única imagen hierática, unívoca. Tampoco a partir de un momento de eureka, de un instante en el que toda la solución llega como de forma mágica a la mente del artista, en una suerte de epifanía instantánea. En realidad, todo forma parte de un proceso, de años de formación, de miles de errores e ideas acumuladas. Las obras, las colecciones de arte, e incluso los artistas, son entidades sujetas al paso constante y contínuo del tiempo, a influencias, a experiencias de todo tipo.
La obra artística de Tomás Carranza (El Salvador, 1974) es un buen ejemplo. En los inicios de su carrera, su serie Sueños (2000-2010) presentaba escenarios oníricos, con tintes surrealistas, como una forma de refugio de la realidad, de su entorno. «Mi obra es mi propio escape a las problemáticas cotidianas, al exceso de información que nos bombardea y abruma día a día», nos dice el artista. El pez, como símbolo, aparecía en estos trabajos, asomándose discretamente desde la seguridad de castillos de ensueño. La apropiación de iconos e imágenes devenidas en símbolos denotaba, ya desde sus inicios, un rasgo distintivo de su universo creativo, acompañado de un dominio admirable de la técnica pictórica. En el año 2000, una obra de esta serie (Banquete infantil tercermundista) ganó una Mención de Honor en la 2da Bienal de Arte Paiz del Istmo Centroamericano y, al año siguiente, comenzaría el trabajo de Carranza con la Galería 1-2-3, legitimando de cierta manera el camino recorrido hasta ese momento.
Posteriormente, desarrolló otras series, como Princesas mágicas (2010-2012) y Abundancia tropical (2008-2015), esta última inspirada en los dibujos infantiles de su hijo. En retrospectiva, podemos ver cómo, aunque todavía conservaba la impronta surrealista, representando realidades fantásticas, alucinantes o absurdas, ya incorporaba aspectos de una estética neomedieval. Los castillos se irán disolviendo en escenarios mucho más abiertos. Entran nuevos elementos, como son las princesas y las carpas de circo; y los fondos se comienzan a delimitar en cuadrantes superpuestos, en los que Carranza experimentará con distintos materiales y usos de la luz. El diálogo entre figuraciones puntuales y fondos abstractos es algo que le será cada vez más familiar. También veremos cómo surge discretamente un pequeño barco de papel, que paulatinamente irá ganando protagonismo en sus piezas, junto a otros elementos de apariencia infantil.
En su siguiente serie de trabajos, Luz (2015-2017), Carranza comienza a depurar sus piezas de casi toda la mitología neomedievalista que había venido construyendo. Se concentra mucho más en despejar los espacios, en cómo lograr ese mismo ambiente surreal a partir del color. Se diluye poco a poco en una suerte de abstracción matérica, e introduce otros componentes, como es el caso de las láminas de oro, plata y bronce. En estos nuevos escenarios, aparecerán sus primeros jardines, momentos abstractos de calma y luz, refugios que sustituyen, dentro de su imaginario, a aquellos primeros castillos envueltos es una atmósfera onírica, habitados por peces flotantes.
Durante esta etapa el artista se sumerge en un camino de búsquedas formales donde, cada vez más, se despide de la f iguración, de la imagen como protagonista del ejercicio pictórico para abrazar la abstracción de una forma muy propia. Aparecen de manera más precisa los paisajes abstractos, como aquellos lugares de ensueño, solo que ahora lo hace mediante la superposición de colores, de materialidades diversas.
Los objetos y figuras, que otrora atiborraban sus obras, han ido desapareciendo, hasta quedar únicamente un barco, o un avión de papel, pequeñas representaciones del ser humano, del hombre en la inmensidad del cosmos, de los sueños de la infancia en su viaje eterno por la vida. Y aquí reside la peculiaridad de sus piezas, desbordantes paisajes abstractos plenos de humanidad.
Así llegamos a la serie Jardín. En este punto nos situamos ante el trabajo de un artista mucho más maduro como creador y como ser humano, mucho más consciente de los límites de su entorno y del paso inevitable del tiempo. Estas piezas no nos invitan al refugio, o al encierro dentro de esas fortalezas sobre las nubes; sino al trasiego, al (auto)descubrimiento. El barco y el avión de papel son los únicos elementos que perviven de toda su iconografía anterior. El barco de papel es el hombre que se niega a dejar de ver el mundo con los ojos curiosos de un niño. También es el camino a la nostalgia, a la búsqueda de ese pasado, en nuestra infancia, al que solo nosotros tenemos acceso. El avión de papel, por su parte, es otro símbolo del ser humano soñador, que busca escapar del tedio y la angustiosa rutina del día a día, para adentrarse en ese horizonte infinito que es nuestra vida. Estas pequeñas naves flotan inertes, aparentemente hacia ninguna parte. Frágiles en medio de un océano de óleos y empastes, sin mucho dominio de su destino, sin ninguna capacidad motora, más allá del viento. Sin embargo, una suerte de fuerza ontológica tuerce sus caminos. Los conduce, casi imperceptiblemente, hacia un fin que trasciende el ego, hacia una luz más allá de los mismos bordes bidimensionales del cuadro.
En series anteriores Tomás Carranza apelaba a la imaginación para crear todo un panteón de elementos y situaciones inverosímiles, del modo en que lo hacían los surrealistas, recordemos aquel encuentro fortuito descrito por Bretón, entre una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección. Pero, en Jardín, esta intención muta en escenarios abstractos, atmósferas plagadas de onirismo, en las que el color será la guía definitiva, el inicio y el fin de cada historia. Entre tonos celestes y rosados pastel, inmersos en una sensación de calma eterna, cada una nos propone un recorrido, ya sea a la memoria, al pasado, o a nuestro interior, al encuentro con esa voz perdida en nuestra infancia. Cada una es un paisaje que induce a la meditación, a la sophrosyne. Masas abstractas de acontecimientos, sucesos, experiencias. Todo intrínsecamente conectado en un entorno relajante, que nos invita, mediante el acto de observar la obra, a observar nuestra propia vida.
En su muestra personal Los hilos del tiempo, Carranza continúa con este viaje, o, mejor dicho, este proceso, esta búsqueda que ha venido desarrollando durante años. Los escenarios de las piezas que ocupan las salas de Galería 1-2-3 dan la sensación de estar en constante movimiento, como si estuvieran vivos. En obras como Calma o Versión de luz, los límites parecen estarse corriendo todo el tiempo, negociando las distancias que ocupan. Existe en ellas una interesante composición, fragmentada en recuadros, que nos hacen imaginar más de un solo escenario, más de una sola posibilidad dentro de la misma obra. Otras piezas como Guía o Luz de luna son mucho más f luidas, con un espacio que se extiende sin límites, ahogando a las pequeñas figuras que lo habitan en una brumosa paz. Inevitablemente nos recuerda lo minúsculo que resulta el ser humano, sus sueños, sus aspiraciones, sus problemas, frente a la infinidad líquida del universo. «Más de una vez me sentí diminuto bajo ese azul dilatado: en la playa amarilla, éramos como hormigas en el centro de un desierto», comenta Juan José Saer en su novela El entenado (BOOKET, 2010).
La monumentalidad de la obra Viaje refuerza esta idea de un mundo infinito, perfecto en el caos que lo conforma, siguiendo un orden que escapa de nuestra comprensión. Cada cuadro cuenta con su propio tempo. Unos son acelerados y versátiles, como oraciones cortas, impulsivas. Otros mucho más extendidos, fluidos, por los que puedes transitar con increíble ligereza.
También forma parte de la muestra un conjunto de obras en pequeño formato, que Carranza viene realizando desde el año 2021. Pudiéramos ver estos trabajos como recuadros, extraídos de sus grandes lienzos; como si el artista tomara ese libro, segmentado por capítulos, que es nuestra vida, y lo desplegara en el espacio para permitirnos leerlo detenidamente. Estas pequeñas piezas simulan pasajes, etapas bien delimitadas de contenido que dialogan y se conectan entre sí. Otro rasgo característico de este micro universo de obras es el componente matérico que se aprecia en ellas; generando, gracias a la técnica mixta y el formato reducido de los cuadros, una peculiar sensación de profundidad tridimensional. Cada una de estas piezas nos propone un recorrido, con destinos y tiempos tan disímiles, como personas se enfrenten a ellas.
Otro de los aspectos que resultan relevantes en la obra de Carranza es el uso especial de ciertos materiales, como es el caso de las láminas de oro, plata y bronce. Dentro de esa galaxia en la que viven sus piezas, creada de empastes de acrílico y óleo, estos materiales nos hacen pensar en los diálogos entre el universo y la humanidad, entre los bosques y las ciudades, entre las leyes físicas de la naturaleza y los códigos sociales del hombre. Las láminas de oro y plata hablan del éxito, tal y como es concebido por la sociedad moderna; e incluso quizás pudiera extenderse a una representación de la sociedad misma, en su relación con el ser humano. Recordemos que, desde los primeros días de la Historia del arte, el hombre ha asociado estos metales a la tecnología, al status social; por lo que forman parte indisoluble de nuestro imaginario colectivo. Carranza también aprovecha esta veta del discurso y la explota, añadiéndole a sus obras una funcionalidad que transgrede el mero texto artístico. Las láminas de oro se mezclan con los colores (véase Viaje tropical o Diálogo con el árbol), del mismo modo que lo hacen los circuitos de las inteligencias artificiales con las raíces de la tierra; pero también suponen un punto de enfoque para el espectador que ve en esas obras un periplo personal en el que se refleja su relación con estos simbolismos.
Uno de los mitos alrededor del laberinto de Creta y el Minotauro, cuenta la extraordinaria historia de Ariadna, princesa cretense que, con un hilo mágico de oro, fue capaz de conducir exitosamente a Teseo por los entresijos de la demencial estructura. De cierta forma, este hilo de oro representa esa guía, esa voluntad superior que muchas veces nos susurra al oído el camino de vuelta a casa, que nos ayuda a escapar de los monstruos del laberinto de nuestra mente. Del mismo modo, las láminas de oro, plata y bronce que acompañan a cada una de las naves de Tomás Carranza (pensemos en la pieza titulada Guía o Diálogo con el árbol), sirven como hilo conductor de toda la exposición.
Relacionan las piezas a partir del valor simbólico del material, representando no solo el destino de los mortales, sino además el paso lineal del tiempo. El tiempo como ese cordel dorado, que interconecta, a partir de incontables hilos, cada uno de los elementos, causas y efectos de nuestra vida.
Alineada a esta relación filosófica se encuentra la obra Los hilos del tiempo, la cual asume un papel protagónico dentro de toda la propuesta curatorial. Una máquina de coser dorada, en la que el artista, como ente creador de su propio universo, se ha sentado a hilar el destino de los miles de personajes que lo habitan; y, al mismo tiempo, el de nosotros, sus espectadores. La pieza es colocada ante el público como una especie de alegoría a la confección de ese hilo / camino que nos guía en nuestro viaje interior, trazado a partir de las adversidades que la existencia nos plantea. De ahí a que ese mirar a fondo se vuelva un viaje necesario para el autoconocimiento y, por tanto, la antesala de estados mentales como la serenidad y la felicidad. De cierto modo hilar y tejer se convierten en metáforas del devenir temporal, pues tanto la hebra de Ariadna como los hilos no visibles que se entretejen en la obra de Carranza, expresan la singularidad del destino individual.
La obra de Tomás Carranza llega hoy a nosotros como una o varias imágenes, con bordes claros y bien establecidos en la bidimensionalidad de la pintura. Pero recordemos que sus límites trascienden, por mucho, las salas de Galería 1-2-3. Se esparcen entre influencias de las abstracciones de Willem de Kooning, Rotko, Basquiat, y Gerhard Richer; o en la concepción de la pintura como espacio meditativo y de reflexión, que también hemos sentido frente a la obra de Tomás Sánchez. Incluso diría que los límites de estas piezas se insertan en los mismos inicios de la carrera de Carranza, cuando pintaba sus primeras obras de la serie Sueños; o quizás incluso antes, cuando siendo todavía un niño, fue invadido por esa curiosidad hacia el mundo, esa necesidad de explicar y contar sus historias, que infecta a todos los afortunados, cuyo destino es convertirse en artistas. Las obras que hoy vemos, contienen no solo a todas las piezas que las antecedieron y sus influencias, sino a cada ensayo, estudio, crisis, duda, que alguna vez pasó por la mente de su creador.
Por: Loliett M. Delachaux & Rigoberto Otaño Milián