Mi obra se inspira en la cultura popular contemporánea, incorporando imágenes e íconos provenientes de la televisión, el internet y los videojuegos. Estos elementos forman parte del universo visual que consumimos a diario a través de las nuevas tecnologías, y son una fuente inagotable de estímulos creativos.
Me interesa aprovechar el poder del imaginario colectivo para construir nuevos escenarios, reinterpretaciones cargadas de color, energía y movimiento. Trabajo con personajes fácilmente reconocibles, figuras que han estado presentes desde mi infancia y que, de alguna forma, despertaron en mí la curiosidad por el dibujo y la pintura, marcando mi primer acercamiento al arte. Por eso, muchas veces mis obras evocan una sensación de nostalgia, como un viaje emocional a través del tiempo.
Históricamente, cada cultura ha creado sus propios ritos para determinar el paso entre etapas. Por siglos, ya sea para cruzar el umbral de la infancia, o marcar el inicio de la primavera, la humanidad ha utilizado distintas ceremonias: pruebas, máscaras, o señales grabadas sobre el cuerpo. Ya que el tránsito entre mundos muchas veces no era solo cuestión de voluntad, sino del coraje necesario para abandonar una forma conocida del ser, una zona cómoda y familiar; y acceder —a veces con dolor, otras con vértigo— a un nuevo territorio de sentido.
Algo de esto permanece hoy, de forma solapada, en todo lo que inicialmente se ofrece al mundo. En las artes visuales, por ejemplo, el artista que expone por primera vez de forma individual se desprende del refugio que le supone un colectivo, para dar su primer paso a la intemperie, y así atravesar un umbral simbólico.
Su obra se vuelve entonces señal y ofrenda: dice “aquí estoy”, pero también “mírame cruzar”. Ningún rito de paso se consuma en soledad. Toda iniciación necesita un escenario, una comunidad que atestigüe, una mirada que legitime el salto. Ese primer contacto, entonces, no ocurre solo entre el artista y su obra, sino también entre ésta y quienes se disponen a recibirla: sus espectadores.
Primer contacto es precisamente eso: un umbral compartido, una puerta que se abre para facilitar la entrada de un nuevo lenguaje al escenario del arte contemporáneo salvadoreño. Se trata de la primera exposición personal de Abel Amaya, un artista que irrumpe con una voz propia, cargada de códigos visuales condicionados por la libertad irreverente de quien aún no teme.
La Galería 1-2-3, que desde hace décadas ha sido una plataforma vital para el arte contemporáneo en El Salvador, acoge esta propuesta con la convicción que la caracteriza: apoyar y visibilizar las miradas emergentes, aquellas que están todavía formándose, mutando, encontrando su voz y su ritmo. En ese gesto de confianza se cifra también una tradición de acogida, de escucha, de apuesta por el riesgo. Primer Contacto, así, no es solo un título: es la manifestación de un acontecimiento inaugural, donde el arte se convierte en acto fundacional, marcando el comienzo de un nuevo signo.
En el centro de esta escena inaugural se encuentra Abel Amaya (San Salvador, 1992), un artista que ha ido tejiendo con paciencia su camino dentro del panorama centroamericano. Formado en la Escuela de Artes de la Universidad de El Salvador, con especialidad en pintura, su recorrido incluye no sólo una sólida base académica, sino también una apertura constante al diálogo con la actualidad: desde sus primeros estudios en diseño gráfico hasta su formación específica en arte contemporáneo, Amaya ha ido cultivando un lenguaje híbrido, atento tanto a las técnicas del oficio como a las mutaciones simbólicas de nuestro tiempo.
Aunque Primer contacto sea su primera exposición individual, su obra ya ha estado presente en importantes escenarios internacionales. Su participación en muestras colectivas en Guatemala, Panamá, Cuba, Costa Rica, Bélgica y Estados Unidos —en espacios como el Museo de Arte Ixchel, el Museo de Arte Contemporáneo de Panamá o la galería Salt Fine Art de California— evidencia una sensibilidad visual que trasciende fronteras. En El Salvador, ha sido parte recurrente del programa SUM+ARTE del Museo MARTE, y ha expuesto también en instituciones como el Museo FORMA y la Antigua Casa Presidencial.
En sus piezas, Amaya despliega una iconografía contemporánea cargada de ironía, color y cierta nostalgia traviesa. Como si mezclara fragmentos de historietas, rutinas digitales, y símbolos pop, bajo una mirada que nunca olvida que todo es un juego. Pero más allá de las referencias, lo que emerge es una necesidad clara de narrar: de organizar el caos visual del presente en pequeñas escenas detenidas, explosiones suspendidas en el tiempo, microhistorias que invitan al espectador a completarlas. En ese gesto de condensar, de ofrecer lo mínimo con la máxima potencia, se manifiesta no solo un estilo, sino una intención.
También es notable que, desde sus inicios, el lenguaje visual de Amaya no ha dejado de transformarse. Si en sus primeras piezas —como aquellas en las que deformaba íconos de la cultura pop con una pincelada pastosa, fragmentaria— ya se insinuaba una preocupación por lo efímero de la imagen, por su fragilidad digital y su consumo compulsivo, en sus obras más recientes este gesto se ha expandido hacia escenas más complejas, donde la figura ya no es centro, sino excusa narrativa. El trazo sigue siendo gestual y libre, pero ahora se abre a situaciones, atmósferas y pequeños relatos que construyen una mitología propia.
Aunque profundamente personal, este universo visual dialoga con una genealogía artística más amplia, que va desde la ironía seductora del pop art hasta una figuración contemporánea cargada de cierta disonancia emocional. La reaparición insistente de personajes animados, objetos de consumo y gestos reconocibles de la cultura popular evoca la huella de Andy Warhol y su interés por descontextualizar los íconos del entretenimiento para exponer su potencia simbólica. Sin embargo, donde Warhol ofrecía superficie y repetición, Amaya añade materia y expresión. Hay en sus retratos una densidad psicológica, una oscuridad contenida que remite más bien a la tradición de Lucian Freud: cuerpos y rostros tratados no como imágenes planas, sino como territorios de tensión, ambigüedad e identidad fracturada.
En el contexto centroamericano, su obra se inscribe también dentro de una línea que ha explorado la resignificación de personajes animados como recurso crítico y simbólico. Ya otros artistas salvadoreños, como Luis Cornejo y Orlando Villatoro, han trabajado previamente este desplazamiento: extraer a estos personajes de su hábitat original —ligado al entretenimiento infantil— para colocarlos en escenarios donde revelan otras capas de sentido, más ligadas al deseo, la memoria o la violencia cultural. Amaya recoge ese gesto, y lo lleva hacia una narrativa propia, con una carga emocional que va más allá de la cita visual. Sus figuras no parodian: recuerdan. No caricaturizan: resignifican. En ese gesto, su trabajo se sitúa no sólo como parte de una tendencia, sino como una voz singular dentro de ella.
Recorrer la sala principal de Primer contacto es como atravesar una tormenta. No hay un eje que ordene la experiencia, o una lectura que tranquilice el ojo: el caos no es solo el tema, es el método. Las obras no piden permiso para irrumpir en la mirada, lo hacen con fuerza, como fragmentos de algo que no alcanzamos a comprender del todo. Hay aquí una voluntad consciente de sobrecargar, de saturar, de estresar incluso la relación con la imagen. Porque vivimos también en ese estado: el de un presente abrumado de signos, donde mirar una misma obra por más de 10 minutos es casi una forma de resistencia.
Donde quiera que llevemos la vista, las obras de Abel Amaya parecen reforzar esta idea. No buscan simplificar ni calmar, sino insistir: acumulan, recargan, esconden. Cada cuadro presenta una superficie sobrecargada que, sin embargo, exige ser leída en capas.
En Suspenso, por ejemplo, la escena parece un estallido congelado: puños cerrados, signos de exclamación, abejas girando entre onomatopeyas que se repiten con insistencia nerviosa. Personajes reconocibles —el Little Man que perseguía a la pantera rosa, el gato Félix, o Súper Sónico— se superponen y se desdibujan entre burbujas y nubes de humo, como si hubieran quedado atrapados en una colisión de códigos y emociones. Pero más allá del caos aparente, lo que permanece es esa sensación de espera contenida. El cuadro no representa un momento, lo detiene. Y al hacerlo, nos obliga a permanecer también nosotros en suspenso: buscando conexiones, pistas, fragmentos. Cada nuevo vistazo revela otro gesto, como un eco visual que altera la lectura, que desestabiliza toda la composición como las ondas de un lago en calma.
Por su parte, en Luz en la oscuridad, la acumulación alcanza una dimensión casi espiritual. A primera vista, la escena parece otra explosión de signos: un Demonio de Tasmania angelical sostiene entre sus manos una vela, Snoopy de cabeza, una red de cazamariposas, estrellas, corazones, y al fondo una referencia al Guernica de Picasso en forma de luminaria (referencia que luego explora con más detenimiento en Guernipop). Pero en medio de todo ese ruido, algo brilla diferente. La vela que sostiene el personaje central no es solo una fuente de luz, sino un ancla simbólica: el único elemento que no parece gritar, sino aplacar el caos. Como si en ese universo saturado de estímulos todavía quedara un rincón para la pausa. Aquí, la oscuridad no se combate con claridad absoluta, sino con una llama discreta que apenas alcanza a iluminar lo que toca. La composición nuevamente nos lleva a mirar dos veces: lo que parecía caos es también ofrenda. Lo que parecía saturación, en realidad está ordenado por un eje vertical que sostiene el conjunto como un tótem emocional. Una vez más, la obra exige mirar con detenimiento, no para comprender del todo, sino para aceptar que en medio del ruido, aún hay imágenes que susurran cosas.
En otras piezas, la representación es más lúdica o física. En Mordisquear, por ejemplo, el impulso se vuelve corporal, casi instintivo: el gesto de morder —o ser mordido— aparece como una reiteración del signo, entre los dientes que se vislumbran de un Bugs Bunny girando sin parar, la boca abierta de una Piranha Plant pixelada o los restos de una misteriosa manzana que se cuelan por un borde de la imagen. Relax, por su parte, avanza en una dirección paralela. En lugar de tensión, propone una especie de extensión laxa. Utiliza el blanco del humo para esconder a las figuras, para disimular sus acciones. Se deleita en lo incorrecto, como un juego sin reglas que se repite en bucle. Su idea del reposo es solo una pausa, entre dos estados de ansiedad, un descanso del mundo. En cada una de estas piezas, Amaya altera ligeramente la temperatura emocional de su universo, como si probara registros dentro de una misma sintaxis visual: el caos y las composiciones totémicas se reiteran, pero en tonos y volúmenes ligeramente distintos. Aquello de que una pequeña decisión puede crear universos completos nunca había tenido tanto sentido.
Por otro lado, obras como Sonreír y Stop, no narran, ni ilustran. Son imágenes donde la figura central, deformada y empastada, nos recuerda un poco el trabajo previo del artista, como restos de su antigua vida. Goofy o Charlie Brown, íconos del humor inofensivo, aparecen como cuerpos atrapados en una expresión —entre el asombro y la exasperación—. Sus manos alzadas no saludan ni aplauden: detienen, identifican, se agotan en su propio gesto. El fondo monocromático, el trazo bruto y la repetición insistente de la onomatopeya, grabada en tiza, refuerzan la sensación de que no existe aquí una intención narrativa. Este es simplemente el momento exacto en que el exceso ya no divierte, ya no comunica. Por ello ambas piezas resultan profundamente honestas: como si no buscaran hablarnos a nosotros, sino consigo mismo, reflejadas en el espejo de una cultura que ha perdido el control de sus propios íconos. Así, justo cuando el vértigo se advierte como total, el recorrido de la exposición se interrumpe.
Una abertura entre cortinas negras ofrece la posibilidad de un escape, de una pausa. Al atravesarlas, el espectador accede a El refugio, un espacio, cerrado, íntimo, milimétricamente anacrónico. Allí, una vieja televisión transmite en bucle los dibujos animados que, décadas atrás, dieron forma al imaginario visual del artista. No hay ruido aquí. Solo una luz tenue y vibrante que alguna vez iluminó una sala familiar. La escena funciona como cápsula del tiempo, pero también como vientre simbólico: es el lugar donde todo comenzó.
Este gesto instala una nueva lectura sobre la muestra: lo que parecía caos puede ser también acumulación de memoria. Lo que parecía grito, puede ser eco. En este pequeño refugio, Amaya no solo nos devuelve a un punto de origen —la infancia, la cultura popular, la imagen como asombro—, sino que señala ese espacio como el verdadero motor de su obra. No se trata de nostalgia en su forma más simple, sino de una recuperación crítica de los estímulos que dieron forma a su lenguaje. Como si, en medio del ruido del presente, la única forma de seguir creando fuera recordar cómo mirábamos cuando todavía no sabíamos a dónde dirigir losojos. Así, la exposición se sostiene sobre una línea de tensión temporal que no busca resolverse, sino ser habitada.
De un lado, el caos creciente del presente, con su exceso de estímulos, su violencia visual, su ritmo sin pausa. Del otro, una memoria reconstruida, domesticada por el afecto, como un lugar seguro al que siempre se puede volver. Primer Contacto es también eso: un campo de batalla entre la entropía y la nostalgia. Dos fuerzas que, aunque opuestas, definen la manera en que existimos en el tiempo. La entropía, como lo han señalado los físicos, no es más que el aumento inevitable del desorden. Avanzar en el tiempo es avanzar hacia la dispersión. Y sin embargo, los seres humanos nos resistimos a esa deriva: construimos refugios simbólicos, anclamos la identidad en fragmentos del pasado, tejemos imágenes para no perdernos del todo.
En este juego de fuerzas, la nostalgia no es solo evocación melancólica, sino una forma activa de resistencia. El pequeño cuarto oscuro, con su televisión noventera y sus dibujos animados transmitidos en loop, no es un simple gesto decorativo. Es una declaración. Allí, Abel Amaya recupera el tiempo como posibilidad plástica, como material maleable. La infancia no está ahí solo para ser recordada, sino para ser reactivada: como un modo de ver, como una estética de lo posible. Frente al presente colapsado, ese pasado recordado —filtrado a través de afectos y símbolos— se convierte en un punto de origen. No como un lugar al que volver literalmente, sino como una forma de seguir avanzando sin rendirse ante el ruido.
Finalmente, Contacto marca un punto de inflexión. A diferencia de la mayoría de las piezas, su composición se despoja del exceso para volverse signo, escena fundacional. Sobre un fondo negro absoluto —como el espacio exterior, como la página en blanco, como el misterio antes de la creación— flota la figura de un niño, casi un querubín, suspendido entre la inocencia y el asombro. A su alrededor, orbitan signos de lo lúdico y lo digital: los fantasmas de Pac-Man, platillos voladores, píxeles que recuerdan los primeros juegos de arcade. Pero el verdadero centro de la imagen no está en lo que rodea, sino en el gesto. El niño extiende su mano hacia otra que entra desde el borde derecho del cuadro, en una cita evidente —pero también invertida y tierna— de la creación de Adán de Miguel Ángel. Solo que aquí, el contacto no ocurre entre Dios y el Hombre, sino entre el niño y lo desconocido: el arte, el mundo, la imagen.
Este gesto de tocar es también el gesto de entrar. Contacto no solo sintetiza el tema de la exposición: lo encarna. El artista-niño que, por primera vez, se atreve a tender la mano hacia el afuera, sin saber si encontrará respuesta. La museografía refuerza esta tensión. A su lado, Correteo, una obra de composición caótica, comparte un eje invisible, un canal simbólico. Incluso el color de los muros se divide: blanco y negro, como umbral, como dualidad, como metáfora de los dos mundos que esta exposición busca reunir. Lo íntimo y lo público, lo abrumador y lo revelador, el ruido y la quietud. Todo se equilibra por una sola línea: el gesto suspendido de una mano que se extiende buscando ese primer contacto.
Todo ritual de iniciación implica un cruce. Una línea simbólica que separa lo que éramos de lo que estamos a punto de ser. No se trata de un instante glorioso, sino de un tránsito: a veces incierto, otras silencioso, siempre cargado de sentido. El arte, como esos antiguos ritos, también exige correr riesgos, atravesar un umbral con la conciencia de que, al otro lado, lo que encontraremos no será una verdad revelada, sino la posibilidad de comenzar a nombrar el mundo con nuestras propias palabras.
Primer contacto es, para Abel Amaya, ese momento: no una llegada, sino un inicio. El punto en que la mirada se vuelve lenguaje, en que las imágenes dejan de ser solo refugio o deseo, para hacerse acto. En su gesto inaugural hay algo profundamente antiguo y a la vez contemporáneo: la necesidad de mostrarse, de exponer la fragilidad, de decir “este soy yo” sin certezas, pero con convicción.
Además, como todo buen rito, éste también nos transforma a quienes lo presenciamos. Porque participar del inicio de una carrera artística implica rememorar nuestros propios comienzos. Volver a ese lugar donde todo era por primera vez. A esa escena fundacional, hecha de caos, miedo, asombro y juego, desde donde todavía —si afinamos la mirada— es posible volver a empezar.
Loliett M. Delachaux, curadora